Rostros en el espejo
Volví a abrir un blog. No es personal, ni debería serlo. Pero hay algo en las palabras, en esas malditas palabras que se deshacen entre mis dedos, que me empujan a escribir. Es como si algo dentro mío, algo que no se puede ver, estuviera buscando escapar. Pero la verdad, no sé ni para qué lo hago. Quizás para seguir existiendo en un mundo donde nadie me encuentra, donde las etiquetas se pegan sin compasión.
A veces me pregunto: ¿quién soy? ¿Soy lo que dicen de mí? ¿Soy una mala etiqueta, como me dicen algunos? ¿Un buen hombre, como me gustaría ser? O quizás soy solo lo que soy: una mezcla de defectos, de sombras que se cruzan y se enredan en algo que ni yo mismo reconozco. Y, sin embargo, aquí estoy. Vivo, o al menos intento estarlo.
La gente… ¿qué se puede esperar de ellos? Algunos me llaman cobarde, otros traidor. En cada esquina me esperan con una nueva etiqueta. Ladrón. Depravado. ¿Qué más? ¿Qué no soy en su mirada? Cada juicio una condena, cada palabra un cuchillo. No sé si me duele o me resbala, ya ni lo sé. Quizás soy todo eso. O nada.
Mi infancia. Un campo de batalla, aunque no lo supe en ese entonces. Madre ausente, padre que me trataba como una pieza de su propiedad, un animal al que domar. "Haz lo que te digo, o te marco. Te grabo la orden en la piel." Y yo, ¿qué podía hacer sino obedecer? No había espacio para más. No había más voces que la suya, la del verdugo.
Y mi familia, una guerra sin tregua. Golpes, amenazas, supervivencia. En medio de todo eso, me construí. No sabía que construiría una persona rota. No sabía que me convertiría en lo que tanto temía. Pero ahí estaba, entre placeres que no eran míos, disfrutando de la manzana de Adán, con el pecado original respirando a mi lado. ¿No es eso lo que me enseñaron? Vivir sin cuestionar, sin mirar detrás del velo.
Las máscaras… me las ponía para encajar, para ser aceptado. En mi juventud, busqué ser lo que todos esperaban de mí. Mis compañeros, mis amigos, mis parejas… todos con sus propias agendas. Me esquilaban, me despojaban de mi alma, como si fuera un rito para ingresar a su mundo. Pero nunca pertenecí, nunca fui uno de ellos. Sólo un reflejo en sus ojos, un papel más en su teatro.
Iglesias. ¿Qué puedo decir de las iglesias? Hogares de fe, o eso me decían. Pero yo vi algo diferente. Vi vulnerabilidad. Vi cuerpos desnudos, no solo los míos. Vi almas rotas siendo manipuladas, bañadas en lo que se decía amor, pero que no era más que otro tipo de control. Los que cuidan el rebaño, los pastores que te llaman hijo, pero te devoran cuando menos lo esperas. El amor se convirtió en una moneda de cambio, y yo, el ingenuo, me dejé llevar.
Luché. Luché como un perro herido que no sabe en qué dirección corre. Luché por entender, por crecer. Por descubrir algo, lo que sea. Y lo encontré, sí. Algo que no esperaba. Miré más allá de lo que mi cabeza me permitía ver. Y descubrí que detrás de las etiquetas, detrás de los prejuicios, detrás de todas las condenas, había un niño herido. Un niño que nunca aprendió a dejar de luchar, incluso cuando ya no quedaba nada por lo que pelear.
Era yo. Yo todo el tiempo. Pensé, mientras la tilde del blog parpadeaba como un faro en medio de la oscuridad, esperando a que yo la siguiera.
“Y mientras pienso, algo empieza a surgir. Una luz. Es pequeña, casi invisible, pero está ahí. No duele. Es cálida, como si me invitara a algo que no comprendo. Algo bueno. Algo… ¿verdadero?”
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