La maldita comedia de ser Yo
La amistad, ¿qué es eso realmente? ¿Un contrato firmado por dos almas errantes o una condena a la que te atienes sin saberlo? No tengo las respuestas, pero sí tengo los recuerdos. El mundo, a veces, se siente como una serie de asteroides, como pequeñas rocas cayendo sobre un planeta que creía invencible. Cada persona que se cruza en tu vida es un golpe directo, un impacto sutil, pero constante. Gente muerta, asteroides rotos, viejas huellas de mundos que alguna vez respiraron, tal vez, por los mismos motivos que yo. Y entonces, uno se pregunta: ¿quién nos salva de este polvo cósmico?
La respuesta, si alguna vez llega, no es fácil de digerir. Hay gente que me ha tocado el alma. Esos seres, esos destellos de luz que se asoman entre tanta oscuridad. Y sin embargo, la vida no me permitió quedarme en su brillo. La sociedad no lo permitió. Como si no existiera espacio para lo genuino en un mundo lleno de reglas. Mi familia, con su jerarquía rígida, me enseñó que hay límites que no se pueden cruzar. Y ahí estaba yo, el niño que un día decidió salir a las calles con una camiseta que no encajaba, con un rostro que no cabía en los moldes.
Y fue esa noche. Mi cumpleaños, por fin. Una visita, una sola. El regalo, tal vez, era el amor, pero el outfit, ese estúpido outfit, lo arruinó todo. Un hombre vestido de mujer… gracioso, dicen. Una mujer con botas de trabajo y ropa masculina… aceptada. La contradicción de todo esto es palpable, ¿verdad? Un hombre que desafía las normas es un payaso; una mujer que lo hace, una rebelde de la moda. La sociedad te pega por ser diferente, te aplasta bajo la mirada crítica de los que nunca se atrevieron a ser nada más que una masa homogénea.
Pero la sociedad, al final, no entiende. No entiende que la amistad no puede ser controlada. No puede ser moldeada según nuestras emociones, nuestras carencias. No podemos forjar lazos solo porque lo deseemos. Las personas, las verdaderas personas, las que marcan tu vida, esas sí que te enseñan algo. Son como semillas, semillas que crecen dentro de ti, aunque con el tiempo, aunque con el olvido, aunque con la distancia. Te dejan algo hermoso. No importa si no compartes el mismo idioma, si ya no te miran con la misma luz. Lo que cuenta es la sonrisa, esa sonrisa que se refleja en el corazón de ambos, aunque el tiempo ya no sea el mismo.
A veces, imagino que la amistad es una maldición. Una maldición suave, como la brisa antes de la tormenta. Todos nos toleramos, todos aguantamos las frustraciones del otro, pero… ¿quién aguanta las propias? Yo a veces ni a mí mismo me aguanto. Y antes de dormir, me repito que soy hermoso. Que me amo, aunque todo dentro de mí grite lo contrario. Al despertar, soy solo un ser vacío, una máquina de miradas frías, una sombra de lo que quiero ser. La ironía de esta vida. Mis familiares me comprenden, o al menos, lo intentan. Los quiero dejar tranquilos. Ellos son la primera amistad. Son los cimientos de todo, los pilares que sostienen mi caos.
¿Y qué pasa cuando la familia no entiende? ¿Qué pasa cuando las metas se desvanecen y el dinero no alcanza para cambiar lo que necesitas cambiar? El distanciamiento es inevitable. Pero no se trata de rendirse. No. No voy a permitir que mis sueños se queden en un rincón oscuro. Cuando logre lo primero, no dejaré que se me escape. No me estancaré, no me rendiré. Lo haré por mí, por esa lucha que me arde dentro, por esa libertad que se ha quedado atrapada en mis palabras no dichas. Porque, al final, cada paso, cada voz, cada lágrima derramada, todas las personas que pasaron por mi vida me trajeron aquí. A este lugar que, por más que me cueste, puedo llamar hogar. Hoy soy quien soy, con mis monstruos, con mis demonios, con mis luces. Soy quien soy gracias a cada instante, a cada alma, a cada golpe.
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