Diario de un alma Errante

 El reloj marcaba las 11:30 a.m., pero mi mente estaba atrapada en las 8:00. Esa hora fantasma donde todo lo que debería haber hecho ya está hecho, pero nunca lo estará. Me levanté sintiéndome como un espectador de mi propia vida, siguiendo un guion que no escribí y cuya trama no comprendo.


El café estaba amargo, incluso con azúcar. La factura era una excusa para masticar algo, mientras el sabor del arrepentimiento se quedaba impregnado. Afuera, el mundo seguía su curso, y yo tenía un boleto de ida al caos cotidiano: mi trabajo.


El aire en ese lugar era pesado, cargado con los gritos no dichos y las lágrimas tragadas de una mujer atrapada. Su marido era un volcán de ira, siempre al borde de la erupción, y ella... ella era la roca que sostenía a sus hijos mientras el suelo temblaba bajo sus pies. Era una escena que no necesitaba música para ser trágica.


Terminé el trabajo, limpiando como quien borra las huellas de un crimen. El autobús me esperaba, como siempre, una metáfora rodante de rutina y resignación. Al llegar a casa, el olor a verde recién podado me recibió. La libustrina ya no necesitaba cuidados, pero yo sí. Así que decidí salir. Necesitaba caminar. Necesitaba aprender a estar solo, como un detective sin caso ni cliente.


La cena fue sencilla pero suficiente. La bebida, un antídoto contra el tedio. Retomé caminos olvidados, explorando no solo la ciudad, sino mis propias ruinas. Llegué a una plaza, un lugar que prometía tranquilidad, pero encontré algo muy diferente. Allí estaba él, la personificación de un recuerdo que preferiría enterrar. Un rostro que me hizo recordar que incluso el trabajo puede ser un campo de batalla, y yo había salido herido.


Me fui molesto, pero no derrotado. Cada paso hacia casa era un paso lejos de ese encuentro, y un paso más cerca de algo que parecía paz. Ahora, mientras escribo esto, las palabras caen como lluvia en una tormenta interna. No solucionan todo, pero limpian un poco el desastre.

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